La otra infancia
Es cierto que extrañaba el sabor de los higos, el café de olla, la comida, los lujos de la infancia: meses de vacaciones, dinero para gastar en cosas triviales como estampas para su álbum de «Los supercampeones», el canal 5 , la ciudad llena de sorpresas y contrastes. Es cierto que aquellos junios sopeados en juegos olímpicos y aderezados ferias populares, […]
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- Mamá gato
Es cierto que extrañaba el sabor de los higos, el café de olla, la comida, los lujos de la infancia: meses de vacaciones, dinero para gastar en cosas triviales como estampas para su álbum de «Los supercampeones», el canal 5 , la ciudad llena de sorpresas y contrastes. Es cierto que aquellos junios sopeados en juegos olímpicos y aderezados ferias populares, le dejaron como marca una nostalgia indeleble por el Df. Una nostalgia que se alimenta de cosas cotidianas, como el antojo permanente y feroz de un tamal de mole o un vaso de atole (con leche de verdad), de la prisa de todos, para todo, de despertar con el ruido de los fierros del mercado acomodándose en la calle y las campanas llamando a misa, extraña el olor de la ventana del cuarto en el que dormía, olor a tierra mojada y pino. Y los mastuerzos, que son su panecillo de Proust.
Pero también, debe de admitir su otra infancia, la que vivía día a día en el desierto. Cuando su familia se mudo al desierto, no encontró lugar más barato que las afueras de la ciudad, ahora, hay más casa lejos de su casa, pero en aquellos años, su patio era un extenso monte. Tenía el desierto a su puerta.
Apesar de que vive «lejos» de todo, los inconvenientes en la infancia los guarda como recuerdos morbosos: los enormes ciempiés que se prendían a las toallas colgadas al sol, las arañas «perro», enormes arácnidos que en vez de huir se lanzaban a atacar, algún alacrán, las «rodadoras» que se formaban con unas plantas silvestres espinosas y que en época de viento parecían animales vivos, persiguiéndote por la calle, sin exagerar, algunas eran tan grandes como su papá (que en ese entonces le parecía enorme) y parecían perros furiosos, cuando perseguían bicicletas.
Ahora, todos los recuerdos tiene un sabor dulce: el día que su papá le llamo alarmado para mostrarle, como si hubiera encontrado una veta de oro en el patio un gusanito cuyo lomo tenia una linea fosforescente que brillaba en la oscuridad, es un «trenecito», le dijo. Claro, supone que ese no es su nombre original y ni se acerca al científico, pero ha sido la única vez que vio un insecto así. La vez que una vaca se apropio del jardín y por un momento pensó seriamente en adoptarla como mascota, para poder ver su enorme lengua rosada cada que se asomara por la ventana, hasta que su madre le explico, que las vacas no son animales salvajes, que tienen dueño y que el susodicho no tardaría en aparecer y sobre todo, que se estaba comiendo sus flores. Esas flores amarillas con centros negros que adornaron la linea de su casa por tantos años, hubo una temporada, que eran el limite de un hermoso césped, que sus padres cuidaban afanosamente, tenia un durazno y le gustaba ver las flores rosadas agitarse por el viento. Algunos días, sacaba un tapetito blanco y una sombrilla y se echaba sobre el pasto a leer o a iluminar, el sol, según recuerda aún no era tan violento con su piel. Recuerda que las estaciones llegaban puntuales, aún en el desierto; que bajo el durazno sin hojas por el otoño, se encontró alguna vez un polluelo perdido al que se afano por alimentar con masa y bajo el mismo durazno lo enterró, cuando por pequeño, se murió de frio. Se enamoro de la lluvia, porque en el desierto casi no llueve y cuando lo hace, todo renace como por arte de magia. La estación de lluvias aveces venia con granizo y entonces salia a buscar los granizos más grandes, a jugar con el hielo, a imaginarse que así debía ser la nieve, a comer trozos de granizo a escondidas de su mamá, que le decían que estaban sucios.
Con la lluvia, pasaban las cosas más hermosas que puede recordar: la invasión de sapos y ranas que aparecian despues de la lluvia, a cada paso, muchos de esos animalitos brincaban, le gustaba atraparlos y sentir la textura suave y fría de su panza sobre su mano, se los acercaba al oído como sí fueran un caracol de mar, para escuchar el sonido guardado por la tierra, por meses y meses, el sonido silenciado por el sol pero avivado por la lluvia. Tras la lluvia, en el cesped crecían hongos, de varios colores, entonces, podía jugar con sus playmobil a una suerte de Alicia en el país de las maravillas. Tras las lluvias, aparecian los «mayates», esos abejorros inofensivos de un verde metalico, que su mamá atrapaba para amarrarles un hilito al cuerpo y dárselos a forma de «papalote viviente», les soltában el hilo para que volaran a su alrededor, como insectos de juguete con un motor que hacia mucho ruido. Después de un dia, eran liberados, alguna vez, se encariño con alguno y aprendio a la mala, que no sobreviven, porque no comen lechuga. Con la lluvia, el piso se llenaba de caracoles, al grado que era imposible salir a la calle sin pisar alguno, eso siempre la mortificaba al principio, pero en el fondo, como cualquier niño, se alimentaba el deseo de «matar» que se sacia con las hormigas quemadas por la lupa….o los caracoles aplastados.
Después de la lluvia, era más interesante visitar el monte que se extendia a las faldas de su calle. Era una excursión, junto con sus papas y su hermano se adentraban en un desierto vivo, lleno de «flores de San Juan» blancas y perfumadas, garambullos que comía sin lavar -y nunca se enfermo- madrigueras de conejos, pieles abandonadas de víbora, troncos de palma retorcidos. Caminando unos 20 minutos, se llegaba a un pequeño estanque natural, que se llenaba cuando llovía, como por arte de magia crecían los juncos y año con año, una parvada de patos llegaba a vivir en él. Lo de los patos, lo podía entender, pero nunca comprendió, porque incluso, aveces, también había peces. El resto del año, el «estanque» era un lodazal.
También hay sabores de esa infancia: los raspados, las lunetas, los dulces con mucho chile, el olor a pan recién horneado, la comida de la abuela, las empanadas. Los «chucks», esos panecitos rellenos de crema pastelera que su mamá horneaba, por siempre ligados al recuerdo de una tarde calurosa jugando «Baby come home» en su atari viejo, con la puerta que daba a la calle abierta , un raspatito de fresa en la mano y el olor del pan metiéndosele por todos los poros.
No hay queja. Tuvo una infancia de desierto y otra de ciudad.
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yo quiero una infancia así