La eternidad empezó un lunes…
El domingo 31 de Julio, se nos fue Lichi. Me atrevo a decirle Lichi y me atrevo a decir «se nos fué», porque tuve la suerte de tomar un curso de narrativa con él, «llámenme Lichi», dijo y me apropie para siempre de su voz y su olor…y claro, de sus letras. En facebook, han compartido […]
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- Mamá gato
El domingo 31 de Julio, se nos fue Lichi. Me atrevo a decirle Lichi y me atrevo a decir «se nos fué», porque tuve la suerte de tomar un curso de narrativa con él, «llámenme Lichi», dijo y me apropie para siempre de su voz y su olor…y claro, de sus letras.
En facebook, han compartido la última carta que escribío desde el Hospital General. Yo que también he pasado mucho tiempo en hospitales, por las mismas razones (a Lichi le transplantaron un riñon y murió por las complicaciones) sé a lo que se refiere, uno acaba sintiéndose cercano también de los otros pacientes.
Lichi esta en alguna parte…por lo pronto, que se quede aquí, en mi bitácora virtual, aquí, en mis letras.
ULTIMA CARTA DE LUCHI :
Hospital General: un país Para mi amigo, el doctor Rossano Los diez difíciles días que pasé ingresado en una de las seis camas de aquel cuarto del Hospital General de México me sirvieron para entender y querer más a este país de hombres y mujeres transparentes, este México silencioso del que hablara hace poco Manuel Arango en unas palabras que, entonces, no supe apreciar en toda su profundidad, pero que apenas unas horas después recordé con idéntica emoción a la del filantrópico empresario cuando el enfermo de la cama de enfrente, un joven buscavidas que había pasado la mitad de su existencia carpinteando mansiones de millonarios en Estados Unidos, me enseñó un poema suyo dedicado a alguna novia ya olvidada y resultó ser, bien entendido, una bellísima declaración de amor por su terruño, su llano en llamas
El enfermo de mi derecha, vecino sonriente con un riñón taladrado, dijo (y yo le creí) que ese era el primer poema que leía en sus 20 años “y me hizo recordar a mi abuela”, una señora cantarina que, según nos contó, vivía y moría ante el fogón, al fondo de la casa, preparando un mole con la misma finura con que una artesana borda una bandera. Al del riñón taladrado lo llamábamos Faraón, porque traía las piernas enfardadas en lienzos apretados: no lo oímos quejarse ni siquiera estando a solas. Tenía gran resistencia para el dolor. Cuando resultaba insoportable, fingía una sonrisa para restarle dramatismo a la punzada. Prefería atendernos. Su sonrisa bastaba para evidenciar su bondad.
Por su parte, el buscavidas de la cama de enfrente acabó siendo el gladiador Kid Fronteras: había sobrevivido a un balazo en un pleito de cantina (enseñaba su redonda cicatriz como una medalla de guerra), a dos absurdas condenas en una penitenciaría de California, y su tristeza más profunda era haberse roto el tendón de Aquiles en una cascarilla de futbol justo ahora que se entrenaba para atravesar el desierto, volver clandestino a Estados Unidos y ganar el maratón de Nueva York, como le había prometido a su hija. La extrañaba. Llevaba años sin verla pero su juramento seguía firme. ¡Por qué pisó mal ese balón! Mala suerte. Cuando quieren, los padres mexicanos quieren más que otros padres del mundo: quieren como si fuesen madres. Así debe ser. Llegué a pensar que Pedro Páramo también extrañaba a sus hijos aunque jamás se atrevió a confesarlo. ¿Pensaría en ellos segundos antes de desmoronarse como un montón de piedras?
El enfermo de la primera cama era un muchacho solitario, con alguna pesadilla atorada en el cerebro. Permanecía amarrado al colchón: de pronto daba alaridos terribles, voz en cuello. Llamaba a sus hermanos y hermanas invisibles. Recuerdo los nombres de Felipe. de Mario. de Felicia. Se quejaba: Ay, decía que le estaban cortando los dedos de los pies. Que alguien le abría la panza con una navaja. Ay. Ay. Después caía en el hondo pozo de la inconciencia y allá abajo permanecía horas y horas, hasta que el rostro se le iba ablandando y fijaba una mueca apacible, de sedada paz.
Las amables enfermeras, ángeles del Hospital General, lo mimaban. Lo afeitaban cada tres días. Lo bañaban en la cama. Le daban de comer el alpiste de una sopa de fideos. Kid Fronteras lo rebautizó con el bonito apodo de El Gallo, porque cantaba al amanecer, suplicando compañía. El Gallo enflaquecía.
La cuarta cama la ocupaba un anciano de mil años, siempre con la boca abierta: nunca supimos en qué pensaba. Sus nietas tejían a su lado, sentaditas en una silla de plástico. A la noche, dormían sobre la manta que habían tendido en el suelo. Faraón dijo, convencido, que el viejo estaba estrenando la posición más cómoda para pasar la eternidad. La quinta cama estaba vacía. En la sexta, resistía yo.
En aquella habitación, la vida era otra cosa, bastante más simple. Allí no se hablaba de Calderón ni de Obama ni del calentamiento planetario ni de Peña Nieto ni de López Obrador ni de fosas comunes ni de Fernández de Cevallos ni del cardenal Fulano ni de narcotráfico ni de asesinatos ni de balaceras ni de las granadas en un bulevar de Nuevo León ni del Bicentenario ni del Centenario ni del Diablo ni de Dios: se hablaba de los tacos de tripas y de cervezas heladas, del cumpleaños pasado, de las novias nalgonas e imposibles, de la recámara que llevaba cinco años levantando ladrillo a ladrillo, de las Chivas del Guadalajara, de las ganas de regresar sanos y salvos a ese México silencioso donde bien vale la pena despertar cada mañana —como usted bien dijo, estimado amigo Manuel Arango. El joven doctor Rossano, cirujano de sabias manos, me dijo que ya era hora de ir a casa. Faraón me dijo adiós con su mejor sonrisa. No pude despedirme de Kid Fronteras: estaba en quirófano, camino al maratón de Nueva York. ¡Gracias, México!, susurré al pisar la calle. Llovía.
Eliseo Alberto
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