Higos
Mi familia en el DF, vive a las orillas de un cerro, herederos de los campesinos que antes mantenían los ejidos, convirtieron sus campos en casas. Esas colonias, son sumamente caóticas, las casas crecen como animales vivos, animales que evolucionan según sus necesidades, si un hijo se casa si un nieto se muda, al animal […]
Mi familia en el DF, vive a las orillas de un cerro, herederos de los campesinos que antes mantenían los ejidos, convirtieron sus campos en casas. Esas colonias, son sumamente caóticas, las casas crecen como animales vivos, animales que evolucionan según sus necesidades, si un hijo se casa si un nieto se muda, al animal le crece un nuevo brazo. Sin embargo, construir no es barato y rara vez sobra dinero para acabar la casa como se debe, las paredes se quedan sin revocar mostrando los groseros blocs de concreto, las rebabas de cemento, alguna que otra varilla desnuda, otorgándole al paisaje un tono grisáceo.
Yo creci en una de esas casas-animales, mi jardín era amplio y de las jardineras colgaban mastuerzos rojos. Un día me regalaron una ratita blanca, se me escapo una tarde y después de un tiempo, bajo los mastuerzos podia ver ratitas de casi todos los colores: café con blanco, negras con blanco, gris con blanco. También recuerdo las vigas de el techo de mi cuarto y el helado de pistache con cubierta de chocolate que me compraban cuando íbamos por las tortillas.
La casa de mis bisabuelos, había crecido hacia abajo, de sus tres cuartos que daban a una especie de improvisada terraza donde en el fogón se hervía el café “Legal”, nacían una escaleras de madera que iban hacia abajo, hacia la casa de su hijo mayor. Las escaleras atravesaban una jungla de plantas ornamentales, jaulas de gallinas y una enorme higuera.
Recuerdo poco de mis bisabuelos, de mi abuela su piel arrugada y dura por la que pasaba la mano como si fuera un Dios tocando los relieves de la tierra, su delantal de cuadritos que no se quitaba ni para las fiestas y que solo cambiaba por uno “menos usado” y sus manos frotando mis pies con tomates fritos para bajarme la calentura. De mi bisabuelo, recuerdo sus ojos verdes y transparentes por la edad, su risa que parecía un quejido, el olor a alcohol de sus días de viudo.
La sombra de las higueras es diferente a otras sombras, se puede sentir su olor envolviéndote y su frescura rasposa, es como entrar a un microuniverso poblado de pajaros que se alimentan de los higos más altos, de hormigas, de mariposas y de viento que se detiene para refrescarte la nuca. Pasaba mucho rato sentada bajo la higuera, mirando los cerros a mis pies y la ciudad que se alejaba.
Cuando mi abuela se vino a vivir a San Luis Potosí, se trajo un “bracito” de la higuera de mis bisabuelos, en un patiecito de condominio el árbol prospero, los higos se caían hacia la calle y sobre el patio. Cuando regresaba de la primaria pasaba a su casa para que me diera una bolsa repleta de frutos, que celosamente guardaba para la semana.
Estos higos, eran gordos y jugosos, no como los tristes higuitos que venden en los centros comerciales. Empecé a preguntarme que tipo de fruto era el higo, si no nacía de ninguna flor, como el limón o el durazno; llegue a la conclusión de que el higo era la flor del árbol, una flor negra, una flor- fruto, como un hombre- mujer…parecía parte de un hombre por fuera y cuando lo abrías, su carne era la de una mujer.
Me empecine en querer una higuera, una ramita heredada por mi abuela fue plantada en mi patio, me emocionaba verla dar unos tímidos frutos, me acercaba para pegarme a sus hojas, cortaba las ramitas para ver salir su leche. Mi higuera siempre fue pequeña, pero comí sus frutos, hasta que mis padres en pos de la remodelación, hizieron una puerta de salida por el patio y cambiaron la tierra por cemento. No hubo forma de evitar que arrancaran mi higuera, que se entristeció en el jardín frontal y murió en un invierno.
Mi abuela ya no vive en su departamento, la higuera se seco y ahora hay una bugambilia. Mis bisabuelos murieron y la casa crecio hacia arriba, para la hija de mi tío abuelo, cambiando las escaleras de madera por escaleras de cemento y cortando toda la “hierba” y plantas que la convertían en un puente hacia lo desconocido.
Odio los higos de los supermercados, pero cuando encuentro gente con sus cubetas, rebosantes de higos gordos y hasta reventados, siempre compro, me imagino, que tal vez en sus casas, en sus patios, tengan una higuera, cerca de un fogón, donde colocan una jarra de peltre azul para hervir el café “Legal” que acompañan sopeando un bolillo.
Y cuando muerdo higos,al paso de su granulosa carne por mi garganta, recuerdo el olor de los mastuerzos, las ratas de colores, el olor de mis bisabuelos, el mercado, los cerros, las casas-animales y los caracoles…y siento, que voy a estar bien, siempre y cuando encuentre un lugar en donde plantar mis recuerdos.
Dzain
Que bonito post!!! Ya se que fruta regalarte! 🙂
Nitezdu
😀 eaaaaa…